El vino, hoy artículo para el gozo y disfrute de nuestros sentidos, fue a la vez bebida y alimento en el pasado; especialmente en aquellos momentos y lugares en los que el agua era escasa o no reunía condiciones para su consumo como ocurría habitualmente en Santa Catalina. La solución fue el vino, que contiene un conservante natural: el alcohol.

Los franciscanos no elaboraban vino, al menos en grandes cantidades, pero fueron especialistas en su almacenamiento y conservación. El Campo de Cariñena puede demostrar su tradición vitivinícola anterior a la época romana, por lo que no es de extrañar que las caritativas almas que sustentaban a los frailes con sus limosnas ofreciesen este producto, habitual e indispensable en todas las casas aún en la actualidad, a cambio de sus rezos para alcanzar la salvación eterna.

Dos cifras. La documentación conservada nos muestra como, entre los años 1671 y 1716, más de la mitad del gasto total del convento (52,8%) fue a parar a cuestiones relacionadas con el almacenamiento del vino, bien en cubas, en odrinas o en otros pellejos. Además, no era suficiente con la cantidad que obtenían de las limosnas, teniendo que adquirir más. Durante el mismo período, el 35% del gasto total en productos de alimentación y consumo fue destinado a la adquisición de este alimento, al que los mismos frailes diferenciaban entre “viejo” y “nuevo”. [4]

Además de para beberlo y, por supuesto, del destinado a la consagración en las misas, el vino es un excelente aderezo para guisos, asados o salsas y Altamiras da buena cuenta de ello en sus recetas. Predominando el vino blanco sobre el tinto que, al parecer, se producía en menor cantidad. [2]

Ciertamente, este fraile tuvo la suerte de aprender a cocinar en esta zona del piedemonte de las sierras Ibéricas, donde las viñas del Campo de Cariñena y las huertas de Valdejalón ponen a disposición del guisandero una amplia gama de productos frescos y sabrosos, con los que es muy difícil no acertar en el regocijo y satisfacción del comensal.