Entre 1424 y 1445 se establece la Orden de San Francisco en Cariñena, los primeros y únicos reglares que morarán de manera permanente el Campo cariñenense hasta la desamortización de 1837. Lo harán desde el principio bajo las reglas de observancia que por entonces se comenzaban a implantar entre los franciscanos, aunque la Historia demostraría como transgredían sus propias normas de manera reiterada.

Para la ubicación de su convento no se dejó al azar la elección del lugar. Según sus propios documentos, Santa Catalina se erigió “…en un paraje, el más sano que hay en todo el Reino de Aragón.”, a 5 km al este de la villa de Cariñena y rodeado de los municipios que pasaron a conformar su guardanía, es decir aquellos lugares en los que ejercían asistencia espiritual a cambio de las limosnas de los vecinos para su sustento.

A pesar del estado ruinoso de las antiguas dependencias franciscanas, podemos distinguir sobre el terreno restos de los muros entre los que habitaban. ¡Ojo excursionista! Estas visitando un yacimiento arqueológico y, por tanto, estás sobre un espacio protegido que debes respetar y ayudar a preservar. Los arqueólogos de verdad nunca encuentran tesoros, si no la basura abandona de nuestros antepasados. Si haces un agujero estás destruyendo de manera irreparable los restos de tu pasado, así que abstente de dañarlos. Además te encuentras en un espacio sin musealizar así que presta mucha atención allí donde pisas, no querrás que un agradable paseo por el monte se convierta en una inolvidable pesadilla en el campo.

Para llegar al convento de Santa Catalina del Monte se ha de tomar la carretera A-220 en dirección Belchite hasta su kilómetro 24, tomando el camino de la derecha cuyos primeros metros están asfaltados. Conforme avanza el camino se hacen visibles los restos de muros de la iglesia conventual, indicándonos la dirección que ha de seguirse.

Según la vertiente del pequeño promontorio sobre el que se construyó, podemos distinguir aquellas construcciones destinadas al culto y trabajo de los frailes con vistas a la ciudad de Cariñena, de las dedicadas a las labores agrícolas, ganaderas y de almacenamiento de los productos derivados de estos trabajos, en dirección opuesta.

Las primeras se hallan encabezadas por la iglesia conventual, obra de gran envergadura de una sola nave y con testero recto, cuyos muros laterales albergaban seis capillas techadas con tramos cortos de bóveda de cañón. Tras el altar mayor se accedía a la sacristía. Anexo a la iglesia se haya el claustro que articulaba las dependencias de residencia de los frailes, en cuyo centro se excavó un aljibe para recoger el agua de lluvia. Pocas construcciones más debieron conformar el cenobio franciscano desde su fundación hasta 1730, año en el que se funda el colegio San Buenaventura gracias al legado testamentario de un matrimonio cariñenense. Este hecho supuso el incremento de los inquilinos del recinto conventual hasta duplicarse, por lo que hubieron de construirse las dependencias necesarias para el estudio y alojamiento de los colegiales. Dispuestas en torno a un patio en cuyo centro se abre un segundo aljibe para la recogida de agua ante las nuevas necesidades. Fue muy destacable la biblioteca de este convento, realizándose en varias ocasiones obras de ampliación, pues llegaron a almacenar libros en las propias celdas de los monjes.

En cuanto a las segundas, llama la atención el buen estado de conservación de las paredes de la nevera, donde los monjes preservaban la nieve del invierno convertida en hielo, que bien sabía aprovechar Altamiras para hacer granizados en verano. ¡Atención! No hay ningún elemento que impida que caigas dentro, acércate con mucho cuidado y siempre bajo tu responsabilidad. A continuación una serie de grandes estancias permitían a los frailes almacenar las cosechas y preparar las conservas de alimentos para los meses de invierno. Alguna de ellas estaría destinada a cocina, lugar donde seguro nunca falto el libro de Altamiras. Destaca una construcción abovedada, alargada y parcialmente excavada en la ladera del monte que, según alguna pista escrita que nos legaron estos franciscanos, podría corresponder con la bodega del convento. Cerrando el conjunto monacal, una tapia baja impediría que gallinas, ovejas, alguna cabra y las mulas y burros que permitían a los frailes desplazarse y transportar las limosnas, no se escapasen lejos de los hermanos encargados de su cuidado. [3]