“…paraque à los recién Professos, que del Noviciado no salen bastante disestros, encuentren en él, sin el rubor de preguntar, que acuse su ignorancia, cuanto pueda ocurrirles en si Oficina.” [2]. Con esta frase del prólogo Altamiras marca la diferencia con otros libros de cocina. Nos lega un manual de cocina básica, la del día a día, aquella a la que han de enfrentarse los novatos en la materia y con el que ilustrar a los más doctos en las recetas y técnicas de la cocina mediterránea tradicional.
Cuyos ingredientes son los habituales en la zona donde se ubiquen los fogones, de kilómetro 0 los llamaríamos ahora, y por supuesto disponibles según la época del año, es decir, productos de temporada. Qué curioso ¿verdad?, las tendencias gastronómicas más innovadoras y transgresoras del nuevo milenio ya las conocían en el XVIII, y en el XVII, en el XII y en VI a.C., o a lo mejor es que no las deberíamos haber perdido nunca.
Son los alimentos que los frailes cultivaban, criaban o producían en los conventos franciscanos por los que discurría la vida de Altamiras, y los que podían adquirir en los mercados a los productores locales. Aunque principalmente se trataba de alimentos que los fieles entregaban como limosna a los cenobios. Pues no olvidemos que la franciscana es una orden mendicante y las monedas, además de un bien apreciado, eran escasas, por lo que los donativos se realizaban mayoritariamente en especie.
De esta manera llegaban a las cocinas conventuales cereales, frutas, verduras, vinos, huevos, alguna que otra pieza de carne de caza, pescado en alguna técnica de conserva, etcétera. Todo ello de muy diversa índole y en cantidades difícilmente estimables, por lo que la imaginación y destreza de los hermanos destinados a las cocinas monacales jugaban un gran papel para combinar de manera armoniosa todos aquellos ingredientes.
La cocina española del siglo XVIII era deudora de los sabores y conocimientos heredados de siglos de tradición culinaria mediterránea. Donde se combinan culturas prerromanas y romanas, judías, musulmanas y cristianas, de tal forma que se pierde su identidad integrándose en la cotidianeidad de los habitantes de las cuatro latitudes del Mare Nostrum.
Pero el bagaje gastronómico milenario no impedía a mentes inquietas como la de Altamiras la innovación y adopción de productos y técnicas desconocidas hasta la época. Para ello fray Raimundo habitó el tiempo y los escenarios perfectos. En el siglo XVIII muchos mercados internacionales como los de las Indias Occidentales (América) estaban consolidados, mientras se habrían otros al sur del continente africano que además facilitaban el acceso a los tan deseados productos orientales. Entre los pasajeros de muchos de esos viajes se encontraban miembros de las diferentes órdenes religiosas católicas que con escusa de evangelizar infieles, buscaban nuevos mercados en los que instalar su negocio de la Fe. Pero a pesar del espíritu aventurero de estos monjes, siempre gustaban de volver a casa, a su tierra, aquellos que volvían claro. Así es como Altamiras tuvo conocimiento de alimentos y formas de cocinar que sin duda consideraría, como aún hoy, exóticas.